Empecé a escribir mis primeros poemas más o menos a
los nueve años, rimados, en verso, literales y casi siempre dedicados a algún
alguien. Pero yo creo que la poesía vino mucho antes, en forma de imágenes,
ficciones diurnas, en la contemplación diaria de las cosas. Al vivir en Tierra
del Fuego, el paisaje, el clima, el modo de vida que se lleva son propicios
para este contemplar, para ser llevado a una reflexión e introspección. A los
trece años, descubrí la metáfora. Ese poder decir algo a través de formas
distintas que no remitían al objeto ni al contenido en sí mismo fue descubrir
un mundo. De repente todo podía ser palabra y sus múltiples configuraciones
aparecían con intención de nacer y ser creadas. Empecé a escribir, si se
quiere, con un sentido mucho más estético.
Es a partir
de este momento que comienzo con un larguísima lista de textos escritos en
prosa de entre una y tres páginas que se desbordan de lenguaje y casi que no
respiran. Un ahogo atropellado de palabras que parecían haber estado contenidas
lo suficiente como para querer venir al mundo a decir demasiada cosa junta sin
importar si una pisaba a la otra o si estaba claro eso que se quería decir,
manifestando siempre abundantes imágenes en forma de catarata, un hilo por
momentos narrativo y sin pausa, un relato onírico que de tanto en tanto
vislumbraba destellos de crudeza y realidad.
Este caudal me habitó unos dos o
tres años más en los que la palabra me sobrepasaba; el texto aparecía como un
empuje dentro del cuerpo, del pensamiento, con una fuerza sobre la cual no
podía ejercer demasiado control: Escribir era eso. Una necesidad, un recurso
instintivo, algo que estaba ahí desde antes de que pudiera razonarlo, latiendo
y esperando.
Empecé a escribir poesía antes de comenzar a
leerla. Mis primerísimos libros importantes fueron, de muy niña, Matilda y Mi
planta de naranja lima. Mi siguiente gran libro fue The catcher in the rye.
Luego de ellos, y como consecuencia de haber “explotado” en los textos que
escribía, comencé a interiorizarme en libros de poesía. Mi punto de partida en
esta búsqueda fueron los surrealistas, luego los poetas malditos, y desde
entonces el encuentro con otros autores de todo el mundo y libros de poesía es
infinito. Podría decir que tengo algún tipo de preferencia por la poesía
chilena y mexicana, y bueno, obviamente por la argentina, si bien considero que
hay poetas destacables en todas las latitudes. Autores que me han marcado mucho
son, por ejemplo, Bustriazo Ortiz, Lamborghini, Bolaño, Artaud, Gamoneda,
Vallejo, Huidobro, Girondo, Orozco, Rulfo, María Panero, y bueno, son muchos,
la lista se me haría interminable. También admiro enormemente a los poetas
patagónicos y me veo influenciada por algunos de ellos. Un libro que destaco en
este momento de mi vida es el diario de Anaïs Nin, por muchos aspectos, y
principalmente porque los ejes del libro atraviesan los míos; por momentos al
leerla siento que estoy reencontrandome, o hasta releyéndome.
Otro gran incentivo para mí, surge a partir del
momento en que conozco a Mochi Leite. Poeta enorme, queridísimo, y casi nuestro
único referente en aquel momento como escritor con trayectoria. Nos juntábamos
en casas con amigos que también escribían a leer poesía, los muchachos con los
que más tarde formaríamos el grupo Klóketen, que ahora está disuelto. Otros
hacían música, dibujaban en vivo, a veces bailábamos, nos reuníamos a compartir
lo que surgiera en torno al arte.
En estas veladas en las que nos quedábamos hasta
la mañana del otro día, profundizo un vínculo con Mochi y su poesía, y él con
la mía. Fue abrir otro mundo. Comprendí que la poesía no tenía que ser
necesariamente tan solitaria e individual, ni tenía por qué quedarse en mis
hojas y en mi casa, había lugares donde compartirla y vincularse con otros y
con su poesía. Gracias a él conozco a los poetas patagónicos. Mi primer viaje
en función de la poesía fue a Esquel Literario junto a Mochi y Pedro Lencina.
El siguiente viaje fue a Puerto Madryn, al Ciclo de Poetas Mujeres organizado
por Carlos Pérez; así fue como fui conociendo a algunas de las figuras que
aparecían en las historias que nos contaba Mochi sobre sus travesías con sus
compañeros poetas, siempre sobre viajes, amistades, por momentos anécdotas muy
estrafalarias, y muchísima, muchísima poesía. Luego aparecieron viajes a Buenos
Aires, festivales, encuentros, cafés y otras actividades en las que todavía hoy
me encuentro descubriendo y nutriéndome de poesía de todos los colores y
tamaños.
En cuanto a temas recurrentes, creo que suelen
variar según épocas y estados internos. Mi época de prosa larga estuvo marcada
por una impronta surrealista, y a su vez por un sentimiento de soledad,
nostalgia, e imágenes invernales que remiten mucho a la isla, a lo que sentía
cuando me perdía tardes sentada frente al mar contemplando, escribiendo. Otra
cosa que siempre estuvo muy presente fue la corporalidad, el tratamiento de lo
sensorial y lo percibido. En general creo que mis textos presentan paisajes
introspectivos. A mis quince años fallece mi primo de catorce, Franco, y
aparece una primer noción de muerte y de ausencia, que si bien ya venía
transitando con los textos principalmente pizarnikianos y de algún que otro
autor, no lo sentía como una vivencia propia, hasta este momento. Al año
siguiente, ocurre el derrumbe más grande: la pérdida de mi hermano, Gianluca,
que se fue con doce años y jugando, me dejó en un estado de depresión e
incertidumbre. La experiencia del cadáver, de estar viendo en carne a quien ya no
está, de saberme estar acariciando no a mi hermano sino a la forma de la muerte
en su estado más puro, es hasta ahora la más impactante; ni siquiera hoy pude
aún terminar de procesar el momento de estar vistiéndolo para que despedirlo
con la ropa que a él le gustaba, tocarlo, sentirlo, estar ahí amando al niño
muerto. Y al año siguiente, el suicidio de mi tío. Por mucho tiempo todo lo que
pude escribir fue sobre un profundo dolor, angustia, la falta, sobre no poder
dimensionar lo que es sentir que el cuerpo es en sí mismo la herida, las noches
sin dormir, los días enteros sin hacer más que llorar hasta arder y sentir como
el cuerpo se desintegra de a poco. Mi duelo se hizo un libro dedicado a mi
hermano, una edición artesanal de cincuenta ejemplares al que titule “Vidita”.
Escribir era eso: no poder vivir, pero sin embargo, seguir sintiendo una fuerza
que me llevaba una y otra vez a levantarme en medio de la noche, a cortar mi
llanto desesperado, a pausar cualquier cosa que estuviera haciendo para que todo
ese caos se manifestara en la palabra. Una fuerza involuntaria y siempre la
misma necesidad de escribirlo. Si no lo escribía, no podía hacer ninguna otra
cosa.
No tengo ritos para escribir. Muchas veces me
siento una especie de intermediaria entre el poema y el mundo. Cuando escribo,
el poema suele venir con sus propias necesidades, que siempre son diferentes.
Cada poema respira de manera distinta, algunos afloran a partir del contenido,
otros a partir de la sonoridad, de lo visual, etcétera. La prioridad de otros
es puramente la experimentación y exploración del lenguaje en función de la
puntuación. En un primer momento lo que aparece es la materia bruta, la
esencia, a lo que después doy forma en la corrección, si es que la hay. Pero en
todo caso ésta es siempre muy posterior, tampoco puedo detenerme ni pensar
detalladamente mientras estoy escribiendo, el poema deviene en mi proceso como
una idea ya constituida, como si realmente se hubiera gestado en algún momento
y escribirlo fuera solamente darle materialidad en el mundo. La poesía aparece en cualquier momento y
lugar, por eso suelo llevar una libretita a todos lados a raíz de haberme
encontrado numerosas veces pidiendo lapiceras y escribiendo poemas en papelitos
publicitarios, menús de comida, servilletas, papel higiénico, mi mano. No
siempre aparece en forma de poema igual, a veces el registro queda plasmado en
una fotografía (física o mental), o lo uso posteriormente en alguna obra de
danza. También hay contenido poético que me lleva a poner en relación los tres
lenguajes.
Para mí la poesía es una forma de vida, un estado
constante, un ojo que contempla y registra continuamente desde distintos
lugares. No sé si pudiera salvar al mundo, quizás puede salvarlo tanto como
hundirlo, y eso sería también un acto poético. Si creo que es el núcleo
sensible del hombre, que abre luz en todo fondo, que habita hondo en el amor en
la vida en la muerte en la destrucción ad infinitum, y así también en cualquier
superficie llana, en la que parece que no hay nada, pero ahí está, y alguien la
encuentra. De ello deviene el poema, que es un recorte a veces estético, a
veces vomitivo, sin aparente finalidad específica.
Con el tiempo aprendí a
diferenciar la funcionalidad de mis textos, cuándo son pura catarsis, cuándo un
registro de situaciones o pensamientos, y cuándo nacen ya como poemas,
independientemente de que luego le dé a
cada uno un tratamiento estético distinto o cincele hasta formarlo como poema o
prosa poética.
En mi caso, es mi lenguaje más íntimo, lo más primitivo, a lo
primero que recurro en situaciones límite en las que necesito crear, es una
constante (lo cual no quiere decir que escriba todo el tiempo ni todo los días,
pero sí que hay una presencia del escribir muy marcada en todo momento). La
diferencia que encuentro con mis otros lenguajes que son la danza y la
fotografía, es que estos dos últimos aparecen en general en forma de proceso a
construir, quiero decir, un “yo sujeto” plasmando una idea y creando a partir
de eso, componiendo imágenes y sensación, ya sea estática o en movimiento. Con
el poema me sucede un poco al revés. Una frase que puede ilustrar esta
situación y que suele pasarme es decir, cuando me interrumpen: “Espera, me
agarró un poema”, y no paro hasta que me suelta. ¿Puedo soltarlo yo primero?
Sí, claro. Pero no va a dejarme tranquila en todo el día, no me va a dejar
dormir, el poema sigue ahí, haciendo ruido, molestando, enloqueciéndome,
queriendo salir. Me tocó una sangre que tira por la palabra, si esto es bueno o
malo no lo sé, pero lo que es seguro es que inherente a mi existencia, que dudo
haberla elegido y que creo más en que de alguna manera ya vino conmigo: sin
poesía, no soy.
*
Priscila Vallone Nació un 24 de julio de 1993 en Rosario, Santa Fé, Argentina. En 1995 se muda a Río Grande, Tierra del Fuego, donde reside hasta el año 2011, apropiándose de la isla y creando un fuerte vínculo con ella. Actualmente reside en Capital Federal, Buenos Aires, Argentina, donde cursa estudios universitarios en U.N.A (Lic. En Expresión Corporal), y U.B.A (Lic. En Artes) Ha coreografiado y dirigido dos obras de Expresión Corporal en Tierra del Fuego ( Yuxta, 2014 y Tornasol, 2015). Tiene publicados dos poemarios independientes artesanales (“Pez”, 2010 y “Vidita”, 2012), un poemario en versión digital por la editorial 13's Tilos ("Pez de tierra"), diversas publicaciones en antologías y medios digitales tanto nacionales como internacionales y ha participado de varios encuentros literarios en diferentes puntos del país. Es cuarta vocal en Asociación de Poetas Argentinos, y se desempeña activamente como gestora cultural, expositora, fotógrafa, coreógrafa y escritora.